En la filosofía moderna y en la ética actual se propaga una subjetivización de los valores y del bien.
Desde David Hume, existe una corriente de pensamiento que se expresa en la idea de que no es posible derivar ningún tipo de deber a partir del ser de las cosas. El paso siguiente nos lleva a concluir que por valores entendemos nuestras impresiones, reacciones y juicios, con lo cual convertimos el deber en un fruto de nuestra voluntad o de nuestras decisiones.
En el positivismo jurídico tipo Kelsen el derecho es el resultado de la voluntad de las autoridades del estado, que son las que determinan aquello que es legalmente correcto - y legítimo - y lo que no lo es.
En ética, el positivismo y el empirismo afirman que bueno y malo son decisiones meramente irracionales o puro objeto de impresiones o reacciones, o sea, del campo emocional. Tanto en el positivismo como en el empirismo existe aún, es verdad, la idea de valores, pero sólo como una idea subjetiva o como objeto de consenso. El acuerdo por ejemplo de un grupo o de un pueblo crea los valores.
En realidad esto conduce a un relativismo total. Así por ejemplo, el grupo podría acordar que los judíos no son seres humanos o que no poseen dignidad, y que por tanto se los puede asesinar sin miedo a castigo alguno. Para esta teoría no existe ningún fundamento que se base en la naturaleza de las cosas y cualquier punto de vista puede además variar de una a otra época. No existe ninguna barrera segura de valores frente a la arbitrariedad del estado y el ejercicio de la violencia.
Sin embargo, el propio conocimiento y la apertura natural a los demás nos permite reconocer en ellos y en nosotros el poder de la inteligencia y la grandeza de la libertad. Con su inteligencia, el hombre es capaz de trascenderse y de trascender el mundo en que vive y del que forma parte, es capaz de contemplarse a sí mismo y de contemplar el mundo como objetos. Por otro lado, el corazón humano posee deseos insaciables de amor y de felicidad que le llevan a volcarse - con mayor o menor acierto- en personas y empresas. Todo ello es algo innato que forma parte de su mismo ser y siempre le acompaña, aunque a veces se halle escondido por la enfermedad o la inconsciencia.
En resumen: ala vez que forma parte del mundo, el hombre lo trasciende y muestra una singular capacidad - por su inteligencia y por su libertad - de dominarlo. Y se siente impulsado a la acción con esta finalidad. Podemos aceptar por tanto que el valor del ser humano es de un orden superior con respecto al de los demás seres del cosmos. Y a ese valor lo denominamos "dignidad humana".
La dignidad propia del hombre es un valor singular que fácilmente puede reconocerse. Lo podemos descubrir en nosotros o podemos verlo en los demás. Pero ni podemos otorgarlo ni está en nuestra mano retirarselo a alguien. Es algo que nos viene dado. Es anterior a nuestra voluntad y reclama de nosotros una actitud proporcionada, adecuada: reconocerlo y aceptarlo como un valor supremo (actitud de respeto) o bien ignorarlo o rechazarlo.
Este valor singular que es la dignidad humana se nos presenta como una llamada al respeto incondicionado y absoluto. Un respeto que, como se ha dicho, debe extenderse a todos los que lo poseen: a todos los seres humanos. Por eso mismo, aún en el caso de que toda la sociedad decidiera por consenso dejar de respetar la dignidad humana, ésta seguiría siendo una realidad presente en cada ciudadano. Aún cuando algunos fueran relegados a un trato indigno, perseguidos, encerrados en campos de concentración o eliminados, este desprecio no cambiaria en nada su valor inconmensurable en tanto que seres humanos.
Por su misma naturaleza, por la misma fuerza de pertenecer a la especie humana, por su particular potencial genético - que la enfermedad sólo es capaz de esconder pero que resurgirá de nuevo si el individuo recibe la terapéutica oportuna -, todo ser humano es en sí mismo digno y merecedor de respeto.
Desde David Hume, existe una corriente de pensamiento que se expresa en la idea de que no es posible derivar ningún tipo de deber a partir del ser de las cosas. El paso siguiente nos lleva a concluir que por valores entendemos nuestras impresiones, reacciones y juicios, con lo cual convertimos el deber en un fruto de nuestra voluntad o de nuestras decisiones.
En el positivismo jurídico tipo Kelsen el derecho es el resultado de la voluntad de las autoridades del estado, que son las que determinan aquello que es legalmente correcto - y legítimo - y lo que no lo es.
En ética, el positivismo y el empirismo afirman que bueno y malo son decisiones meramente irracionales o puro objeto de impresiones o reacciones, o sea, del campo emocional. Tanto en el positivismo como en el empirismo existe aún, es verdad, la idea de valores, pero sólo como una idea subjetiva o como objeto de consenso. El acuerdo por ejemplo de un grupo o de un pueblo crea los valores.
En realidad esto conduce a un relativismo total. Así por ejemplo, el grupo podría acordar que los judíos no son seres humanos o que no poseen dignidad, y que por tanto se los puede asesinar sin miedo a castigo alguno. Para esta teoría no existe ningún fundamento que se base en la naturaleza de las cosas y cualquier punto de vista puede además variar de una a otra época. No existe ninguna barrera segura de valores frente a la arbitrariedad del estado y el ejercicio de la violencia.
Sin embargo, el propio conocimiento y la apertura natural a los demás nos permite reconocer en ellos y en nosotros el poder de la inteligencia y la grandeza de la libertad. Con su inteligencia, el hombre es capaz de trascenderse y de trascender el mundo en que vive y del que forma parte, es capaz de contemplarse a sí mismo y de contemplar el mundo como objetos. Por otro lado, el corazón humano posee deseos insaciables de amor y de felicidad que le llevan a volcarse - con mayor o menor acierto- en personas y empresas. Todo ello es algo innato que forma parte de su mismo ser y siempre le acompaña, aunque a veces se halle escondido por la enfermedad o la inconsciencia.
En resumen: ala vez que forma parte del mundo, el hombre lo trasciende y muestra una singular capacidad - por su inteligencia y por su libertad - de dominarlo. Y se siente impulsado a la acción con esta finalidad. Podemos aceptar por tanto que el valor del ser humano es de un orden superior con respecto al de los demás seres del cosmos. Y a ese valor lo denominamos "dignidad humana".
La dignidad propia del hombre es un valor singular que fácilmente puede reconocerse. Lo podemos descubrir en nosotros o podemos verlo en los demás. Pero ni podemos otorgarlo ni está en nuestra mano retirarselo a alguien. Es algo que nos viene dado. Es anterior a nuestra voluntad y reclama de nosotros una actitud proporcionada, adecuada: reconocerlo y aceptarlo como un valor supremo (actitud de respeto) o bien ignorarlo o rechazarlo.
Este valor singular que es la dignidad humana se nos presenta como una llamada al respeto incondicionado y absoluto. Un respeto que, como se ha dicho, debe extenderse a todos los que lo poseen: a todos los seres humanos. Por eso mismo, aún en el caso de que toda la sociedad decidiera por consenso dejar de respetar la dignidad humana, ésta seguiría siendo una realidad presente en cada ciudadano. Aún cuando algunos fueran relegados a un trato indigno, perseguidos, encerrados en campos de concentración o eliminados, este desprecio no cambiaria en nada su valor inconmensurable en tanto que seres humanos.
Por su misma naturaleza, por la misma fuerza de pertenecer a la especie humana, por su particular potencial genético - que la enfermedad sólo es capaz de esconder pero que resurgirá de nuevo si el individuo recibe la terapéutica oportuna -, todo ser humano es en sí mismo digno y merecedor de respeto.
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